XXV edición del Taller de Ensayo Literario de la Joseluisa

comentarios (1)
El próximo viernes 15 de abril comenzará un nuevo ciclo del Taller de Ensayo Literario de la Librería José Luis Martínez del FCE. Será la edición número 25, luego de doce años de trabajo ininterrumpido.

El tema de esta edición del Taller será «El cultivo de la atención», un aspecto particularmente importante de la lectura y la escritura de ensayos. Para abordarlo, estaremos revisando algunas de las lecturas más significativas que, a lo largo de todo este tiempo, nos han acercado a las posibilidades que el ensayo abre para la imaginación, la inteligencia y la emoción.

El Taller está dispuesto para que se incorpore a él cualquier persona con el ánimo de escribir y leer de modos más fértiles, en un ambiente que privilegia la discusión constructiva y el encuentro gozoso con el que, desde el principio de esta empresa, venimos considerando como el más generoso de los géneros literarios.

Este ciclo tendrá una duración de cuatro meses (dieciséis sesiones semanales de dos horas), y el costo se mantendrá en $450 pesos al mes por persona, con la promoción habitual: quien desee cubrir el ciclo completo al principio, pagará sólo tres meses ($1,350 pesos). Habrá dos grupos: uno a las 17:00 y otro a las 19:00 hrs. Aquí está el programa de lecturas y trabajo, donde vienen todos los detalles.

Derek

comentarios (0)


Juan José Arreola solía mostrarse angustiado por constatar, al cabo de su vida como lector, que muchos de los mayores alcances de la imaginación artística a lo largo de la historia tuvieran como tema las peores posibilidades de la condición humana: el dolor y la pena y el resentimiento, la desesperación y el miedo, las flaquezas de la voluntad y cómo éstas conducen a la deslealtad o a la traición, a la ambición desmedida, a la crueldad. El odio y el mal: la caída, para ponerlo en términos de moral judeocristiana. Seguidor de Papini, y, por esto, poseído por el drama incesante de esta poderosa proclividad, Arreola, que también era un supremo moralista, supo hacer lo que pudo por dirigir su propia imaginación en el sentido contrario, y de ese afán resultaron piezas hermosas y enigmáticas como «Hizo el bien mientras vivió» y «Pablo», cuyo encantamiento, en parte, radica en su carácter de redenciones. Pero es un hecho que, como él mismo señalaba, el atractivo irresistible de la Divina Comedia está en el Infiernoantes que en el Paraíso: ¿qué quiere decir eso de nosotros?
       He venido pensado en esa angustia del maestro a raíz del hallazgo de una obra que, contra la querencia generalizada y aparentemente natural por la caída, se ocupa meramente del bien, lo que es de suyo insólito. Se trata de la serie televisiva Derek, escrita y dirigida por Ricky Gervais, y cuya primera temporada se estrenó hace poco (y está disponible en Netflix). Transcurre en un asilo de ancianos llamado Broadhill, en algún punto del Reino Unido, en la actualidad; ahí trabaja el protagonista, un cuarentón cuya singularidad está dada por lo que parece una condición de desventaja: solitario, torpe y más bien infantil (su gran gusto es ver videos chistosos de animales en YouTube), es lo que se diría un inocente o un simple. Lo acompañan la directora del asilo, Hannah (una mujer entregada con auténtica abnegación a las agotadoras tareas de atender a los residentes), el conserje del lugar, Dougie (un magnífico pesimista, encarnación insuperable de la desolación tras su facha desastrosa y la resignación que lo mantiene ahí), y el inexplicable Kev, un amigo que no trabaja y se la pasa hablando procacidades. El resto son ancianos silenciosos, casi inmóviles, desvalidos, a veces sonrientes (una vez bailan en una fiesta), solos, a la espera de que la vida termine de escapárseles —como en efecto ocurre de cuando en cuando, para el desconsuelo renovado de Derek, que los quiere a todos.
       Uno de los grandes satíricos de este tiempo, Gervais alcanzó una cima inesperada con esta serie: mientras, por hablar sólo de la televisión, lo que nos tiene absortos es la maldad extrema o el terror (asesinos carismáticos, corruptores encantadores, paisajes apocalípticos infestados de muertos vivientes, sociedades envilecidas, etcétera), lo que hay en Derek es, a salvo de todo cinismo, una profundísima y muy conmovedora exaltación de la bondad. Nada menos. 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de octubre de 2013. 

Cuanto antes

comentarios (0)


Ya antes de que terminara agosto comenzaban a aparecer por las calles los vendedores de banderitas, banderotas, silbatos, cornetas y rehiletes tricolores que es perfectamente natural ver en septiembre como los distintivos más perdurables de lo que a estas alturas pueda significar la idea de «fiestas patrias» —ritual que, si bien siempre tuvo un carácter excéntrico y un significado difuso, temo que haya quedado irreparablemente estropeado para la emoción y la ilusión de los mexicanos luego de la catástrofe que fue su supuesta celebración en 2010, aquellos lamentables fastos en que el gobierno de Felipe Calderón lució su extremosidad inconcebible de corrupción (ahí sigue la Estela de Luz), ridiculez (la exhumación y el paseo de los huesos que no resultaron ser de próceres, sino de animalitos), falta de imaginación y tontería. No es tan grave, quiero creer, que los vendedores de la utilería septembrina se adelanten un poco. Pero sí da qué pensar la anticipación, algo espantosa, de otras señales de que el año va más deprisa que nosotros, y que así como las aparentes veleidades del clima son indicadores de su descomposición (empiezan a destiempo o se retrasan o se prolongan los temporales más de lo que estábamos acostumbrados a ver, qué tanto hace que estábamos con el calorón y esta mañana de verano parece decididamente invernal: señal de que el tiempo se ha desentendido de nuestros ingenuos pronósticos, acaso vengándose de cómo hemos obrado para su desquiciamiento), los ritmos de lo habitual se dislocan por lo que quizás sea síntoma de nuestras ansias neuróticas de que todo vaya más rápido y ya termine.
       Ejemplo uno: una cadena de supermercados ya estaba vendiendo pan de muerto el penúltimo fin de semana de agosto. Qué bueno, dirán algunos —yo incluido—, porque sabe quedarles rico, en especial el relleno de cajeta y el de Nutella. Pero el primer bocado deja el regusto incómodo de la infracción, más que por el quebrantamiento de una tradición —tampoco es que las tradiciones hayan de importar mucho nomás porque son tradiciones—, por cuanto esa premura dice de nosotros, que no supimos aguardar al final de octubre y el comienzo de noviembre: ¿sigue siendo pan de muerto si se come dos meses y medio antes, o es mero pan impostor y avorazado? Ejemplo dos, más alarmante: al menos en una tienda departamental ya luce, orondo y codicioso, el Santaclós de plástico que vigila los anaqueles con esferas, lucecitas, monos de nieve, arbolitos y demás decoraciones navideñas, un basural que con su aparición ya urge a empezar a comprarlo, cuanto antes, y también a ir gastando de una vez en los regalos de esas fechas (sonaba también la musiquita insidiosa de la ocasión: villancicos de Pandora desde septiembre).
       Claro: la irrupción prematura de banderitas, pan de muertos y santacloses podrá explicarse por las dinámicas malévolas del consumismo. Pero ¿no querrá decir también que tenemos una prisa histérica por llegar más pronto quién sabe a dónde?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 5 de septiembre de 2013.

¡Contesta!

comentarios (0)


Por la neurótica —e ilusoria— disponibilidad a que nos orilla la conexión constante a los omnipresentes medios de comunicación, estamos continuamente expuestos (o nos figuramos estarlo) a las interpelaciones que de modo ininterrumpido y por demasiadas vías nos hacen cuantos prójimos se lo proponen: contestando el teléfono (o los varios teléfonos) o respondiendo los correos electrónicos que se nos dirigen, pero además, para quienes perseveramos en la insensatez de mantener abierto el acceso a nuestra impaciencia vía Twitter, Facebook y demás, atendiendo los mensajes que, nos incumban o no, creamos de todos modos que nos incumben —ya decidir si aprobamos o repudiamos la foto del gatito roñosito y tierno que alguieninstagrameó es una forma de reaccionar, sea o no que la sancionemos con un «Me gusta»: ¿y quién va a devolvernos los segundos desperdiciados en ese juicio? Agréguese cómo la publicidad, la propaganda, las noticias y los chismes se incautan de nuestra atención: no es de extrañarse que cuando alguien de carne y hueso a nuestro lado nos pregunte cualquier cosa sólo atinemos a balbucir, vaciados y borroneados.
       El escritor Enrique Vila-Matas contó en un artículo reciente cómo dio con una solución a esta demanda incesante de atención, por lo pronto en lo que respecta al correo electrónico. (Durante la escritura del párrafo anterior fui notificado del arribo de cuatro mensajes, dos de los cuales exigían inmediatez de mi parte; tomé una llamada, le di curso a un tuit que no podía esperar, en réplica a otro que me mencionaba, y para escribir este paréntesis vengo llegando de la enésima vez que me he asomado a Facebook en los últimos minutos). Siguiendo el ejemplo del compositor Erik Satie, a cuya muerte se descubrió que jamás había abierto las abundantes cartas que recibía, no obstante lo cual rara vez había dejado de contestarlas (se limitaba a leer los remitentes), Vila-Matas, enfrascado en terminar una novela y agobiado por los requerimientos del correo electrónico, optó por hacer lo mismo: responder e-mails sin haberlos leído. En el artículo da algunos ejemplos: «Al e-mail 5 le he confiado que en Marsella soñé todo el rato que encontraba en la calle balas sin detonar»; «Al e-mail 8 (remitente de naturaleza envidiosa) le he contado que no iba a tardar nada yo en untar de mantequilla una tostada»; «Al e-mail 17 le he confirmado que Norma Jean Baker se mató».
       Aunque estas réplicas puedan carecer de sentido —y quién lo sabe: el azar puede generar sus propios sentidos—, cumplen con lo que parece más importante en las nuevas (y neuróticas) modalidades de correspondencia: satisfacen la ansiedad de responder, y quien las reciba, por perplejo que quede, quizás vea atemperada su necesidad de ser atendido tan urgentemente. Desde luego, hay otra solución, pero de tan drástica acaso sea impensable: radicalmente y de una vez, sin concesiones, desconectarse.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de agosto de 2013.

¡Prohibido!

comentarios (3)


Recientemente se informó que el gobierno chino ha prohibido los viajes en el tiempo. En todas las versiones que he encontrado de la noticia, y en las reacciones que he conocido, hay un ingrediente de sorna: cómo va a ser. Admito que, por lo general, es saludable recelar cuando se estatuye una prohibición, y más si ésta viene por cuenta de un gobierno como el chino, que tan pésima fama tiene —y tan bien ganada— de autoritario e intransigente con las pretensiones de libertad de sus gobernados (aunque, por lo visto, parece bastar que éstos hagan mucho dinero para soltarles la rienda: hace poco vi un reportaje sobre los clubes de millonarios en motocicleta que rugen por las calles de Shanghái). Sin embargo, a poco de pensarlo, fui persuadiéndome de que la medida puede no ser objetable, al contrario: ¡ya era hora de que alguien tomara previsiones!
       Los viajes en el tiempo, como lo ha demostrado incontables veces la imaginación de los hombres, no pueden sino tener consecuencias desasosegantes —en el mejor de los casos; en el peor, catastróficas, como está a punto de ocurrir siempre que algún nuevo viajero se lanza hacia el pasado o hacia el futuro y, por ello, peligra horriblemente el presente. Es sabido que, al dirigirse hacia un punto cualquiera de lo ya ocurrido, existe siempre el riesgo de introducir una serie incontrolable de cambios por cuyos efectos el instante actual queda automáticamente cancelado; pero también al moverse hacia adelante hay peligro incalculable, como lo demuestra un cuento atroz (y maravilloso) de Stanisław Lem, donde un viajero interestelar, al sufrir un desperfecto en su nave, y al pasar por cierta zona de remolinos gravitacionales que afectan el fluir del tiempo, llega a multiplicar su presente en numerosas ocasiones, por lo cual se encuentra con el que será él mismo un día después, y dos días, y tres, y muchos días: futuros que se rezagan y chocan con el día de hoy, que es a la vez el mañana y el ayer («Viaje séptimo», en Diarios de las estrellas I).
       «Negados el espíritu y la materia, que son continuidades, negado también el espacio, no se qué derecho tenemos a esa continuidad que es el tiempo», protestó Borges, creo que con razón, en el primero de los dos ensayos que dan forma a su «Nueva refutación del tiempo». «Ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado. No menos vanos me parecen la esperanza y el miedo, que siempre se refieren a hechos futuros; es decir, a hechos que no nos ocurrirán a nosotros, que somos el minucioso presente». ¿Por qué habríamos de pretender, entonces, movernos de donde estamos?
       (Malamente, cuando estoy a punto de felicitar a la República Popular China por su sabia determinación, leo con más cuidado y veo que se trata de una prohibición concerniente sólo a los viajes en el tiempo que ocurran ¡en las series de televisión! Pura maldita censura, entonces. Qué decepción).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de agosto de 2013.

Ingleses

comentarios (0)


Cuando de disparates se trata, los súbditos de Isabel II nunca defraudan: ayer, The Times daba cuenta de la consternación del reino por la silueta abultadilla que lucía la duquesa de Cambridge al mostrar al mundo al nuevo heredero del trono. Ya que se consultó a expertos para verificar que esa pancita fuera normal, ahora el pendiente es saber cuánto tardará en irse. Hay que admitirlo: por mucho que en principio toda monarquía sea odiosa, el nacimiento del nuevo vividorcito no deja de tener su encanto, en concreto por cuanto toda la parafernalia alrededor puede entenderse como la afirmación en el absurdo de un pueblo al que debemos una de las más ricas tradiciones humorísticas. Hubo que ver al anciano de tricornio emplumado y casaca roja que desplegó un pergamino e hizo sonar un cencerro delante de la multitud de lunáticos para terminar de entender por qué los británicos pueden ser tan inestimablemente graciosos: de una nación que así da forma a sus ocasiones solemnes (y que tiene por ocasión solemne el nacimiento de un nuevo inútil) cabe esperar la mayor y más risible irreverencia. Felizmente.
       Lo recordábamos con los amigos, hace unos días: aquel sketch en que Mr. Bean espera en una fila para saludar a la reina, y cómo se embrolla al percatarse de que trae la bragueta abierta, de tal modo que cuando llega su turno acaba dándole un cabezazo a la vieja y derribándola. Bueno, pues Rowan Atkinson (o sea Mr. Bean) ha sido un tenaz defensor de la libertad de expresión y en más de una ocasión ha encarado al Parlamento para oponerse a legislaciones que pretendan coartarla, una vez al lado del novelista Ian McEwan y del actor Stephen Fry. No será de extrañarse que algún día sea nombrado caballero. 
       La destreza en la ironía y el sarcasmo como rasgo idiosincrásico de los ingleses es un lugar común cuyos antecedentes pueden rastrearse a lo largo de los siglos —pienso en elDiario que llevó Samuel Pepys en la segunda mitad del XVII: un burócrata metido a cronista involuntario de su tiempo, que observaba con agudeza inimitable la conducta excéntrica de sus conciudadanos (hay una cuenta de Twitter que dispara fragmentos de esa maravilla: @samuelpepys)—, y sus efectos, para nuestra suerte, abundan, particularmente en la televisión: de Monty Python para acá, pasando por Fawlty Towers(con John Cleese), Benny Hill (cuyo show asombrosamente llegó a verse en México hace algunos lustros), las parejas de David Walliams y Matt Lucas (las series Little Britain yCome Fly With Me) y David Mitchell y Robert Webb (Peep Show), o las de Julian Barratt y Noel Fielding (The Mighty Boosh), Chris O’Dowd y Richard Ayoade (The IT Crowd) y Stephen Merchant y Ricky Gervais (The OfficeExtrasLife’s Too Short), hasta llegar a la fabulosa Miranda Hart (Miranda), que es de risa loca, como todos los demás. Buena recomendación para las vacaciones, ahora que lo pienso: proponerse buscar el trabajo de todos éstos —que para eso existe internet, y también para ver cómo nacen bebés reales.


Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de julio de 2013.

El SNCA

comentarios (0)

Circula una carta, firmada hasta ahora por casi centenar y medio de integrantes del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA), de inconformidad con los cambios en las reglas de operación de éste (en particular el que cancela la posibilidad de pertenencia ininterrumpida) y contra la eliminación de la mitad de los apoyos que venía ofreciendo. Tales medidas fueron tomadas por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes sin haber ni siquiera pretendido consultar a la comunidad que afectan directamente, y lo que la carta pide es en principio eso: que se revisen tomándonos en cuenta. No seré hipócrita al desentenderme del hecho de que firmé viendo por mi propia suerte como integrante del SNCA, al que entré en 2010 y en el que, claro, me interesa seguir (cosa que tendré más difícil ahora, como todos los demás). Pero lo hice también porque encuentro arbitrario el modo en que se decidieron las nuevas disposiciones, y porque entiendo que la pertenencia al SNCA implica la responsabilidad de ver por su buen curso y defenderlo de los caprichos de sus responsables. (Dicho sea de paso, estoy harto de las acusaciones que suelen hacérsenos a los creadores que nos beneficiamos de éste o cualquier otro programa del Estado, en especial de la acusación de parasitismo, de tufo estalinista: los estímulos que recibimos hemos de desquitarlos no sólo con nuestro trabajo —que hay mecanismos para evaluar regularmente—, sino además participando en un programa de retribución social mediante actividades al servicio del aparato cultural estatal en todo el país: a mí me enorgullece haber ido a dar talleres, por ejemplo, en municipios donde hay poco más que hambre y balaceras).

​ Malentendidos como apoyos de carácter asistencial, los que otorga el SNCA parecen más discutibles, e incluso más fácilmente descartables, que los que se dan a la investigación científica, quizás en razón de una noción borrosa de productividad económica. Y, sin embargo, hay mucho cinismo en hacer ver unos y otros como sacrificio del erario en un Estado tan dado al derroche e inveteradamente incapaz de políticas al menos decorosas de distribución de los recursos públicos: sí, en México hay carencias descomunales y urgencias impostergables, pero también, por ejemplo, una dilapidación siempre escandalosa en el aparato electoral o en la propaganda que el gobierno se hace a sí mismo. Y ya está bien de que los recortes automáticos sean en el sector cultural —que eso hay de fondo: la nueva administración busca arreglar con ocurrencias el desastre financiero que dejaron las ocurrencias de la administración pasada: demagogia y autoritarismo en perjuicio de lo que menos suele importar.

​Hasta donde va el asunto, las autoridades (el presidente del Conaculta, el secretario de Educación Pública) están haciéndose sordas. El primero ya ha anunciado que revisará: qué querrá decir eso, él sabrá. Por su actuación se verá cómo piensa este gobierno de los creadores, un sector reducidísimo, sí, pero que da vida a la imaginación de este país.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de julio de 2012.

 

 

Sacks

comentarios (0)


Ya en una etapa de su vida en que había alcanzado el reconocimiento internacional como escritor, y en la cúspide de su carrera como investigador, y como divulgador y crítico del quehacer científico, el neurólgo Oliver Sacks un día halló en su camino algo que le llamó poderosamente la atención. Uno pensaría que alguien como él tiene muchas cosas de qué ocuparse, en qué pensar, que no le resulta tan fácil consentirse distracciones. Pero se detuvo: era un grupo de personas, en un local, sosteniendo su reunión periódica en torno a un tema extrañísimo —por lo pronto para el propio Sacks, en ese momento, como también debe de serlo para cuantos jamás nos habríamos imaginado que existe gente interesada por algo así—: los helechos. Sin dudarlo se coló a la reunión, decidido a enterarse de qué estarían hablando, y pronto se afilió a la asociación y se entusiasmó tanto que poco después estaba viajando en una excursión a Oaxaca cuyo fin único era, sencillamente, ver helechos. Fruto del azar, pero sobre todo de una curiosidad agudísima que exigía ser satisfecha hasta las últimas consecuencias, aquel hallazgo dio como resultado un hermoso libro de viajes, Diario de Oaxaca, que es también una esmerada introducción al mundo de estas plantas y una lúcida reflexión sobre su importancia suprema en el desarrollo de la vida sobre la Tierra y sobre lo mucho que tenemos que aprender sobre ellas: la obra de un súbito naturalista apasionado y de un ensayista seductor que consigue contagiar su fascinación de modo absolutamente memorable, y también un ejemplo óptimo de cómo la curiosidad —y nuestra disposición a atenderla— puede abrir accesos al conocimiento más insospechado.    
       Felizmente animado aún por esa curiosidad inagotable, Sacks cumplió 80 años el martes pasado, y los celebró escribiendo un artículo titulado «La alegría de la vejez (en serio)». Famoso en buena medida gracias a la adaptación cinematográfica que se hizo de su novela autobiográfica Despertares, entre los temas que lo han ocupado están la demencia, la memoria, W. H. Auden, el autismo, la ceguera, Darwin, la sordera y el lenguaje, la depresión, los sueños, las alucinaciones, la locura, la música, los fantasmas, las alienaciones, la propiocepción (la capacidad de percibir el propio cuerpo), la fotografía, el olfato, la natación, la sinestesia, la sífilis, los viajes, entre los muchos que constan en un listado disponible en su sitio web. Y en la docena de libros que ha escrito, que por lo general consisten en indagaciones a partir de casos clínicos que ha atendido o presenciado, prevalece no sólo una voluntad tenaz de esclarecimiento racional de los modos en que percibimos el mundo, sino también un alto sentido de la compasión a través del afán de comprender a quienes no ven las cosas como nosotros. Ya por eso debe contárselo como uno de los humanistas centrales de nuestro tiempo. Encima, es un autor amenísimo y entrañable. O sea: un indispensable.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 11 de julio de 2013.

De prisa

comentarios (0)

 

Es posible que el relativo apogeo de las redes sociales (relativo porque aún es minoritaria la población que las utiliza) haya de verse como un fenómeno cultural que caracterizará el tiempo que nos ha tocado vivir, así como en su momento ocurrió con el advenimiento de otras tecnologías que facilitaron formas de comunicación antes insospechables. Aunque también es posible, y quizás deseable, que a tal apogeo no tarde en seguirlo un colapso, en razón de que esos espacios aparentemente incontenibles van saturándose con un barullo ensordecedor que, lejos de propiciar la comunicación y el entendimiento recíproco entre los usuarios, orilla al embotamiento y al desencuentro, así como a un conocimiento muy precario y muy superficial de los asuntos que cobran auge y luego se canjean por otros que reclaman urgentemente nuestra atención. En la ilusión de que por ahí pasa toda la información, pero además de que toda nos concierne y, encima, de que cada quien tiene algo que decir al respecto, lo que en realidad hay es una atomización incesante de individualidades incapaces de atenderse entre sí, cancelada prácticamente toda ocasión de reflexionar con detenimiento a causa de la inmediatez que priva cuando se recorre a toda prisa el timeline de Twitter o las actualizaciones de Facebook.

En días pasados ha habido varias oportunidades de corroborarlo. El martes, por ejemplo, cuando se dio a conocer la horrenda noticia del hallazgo de los jóvenes asesinados en La Primavera: la consternación y la indignación, en el sinfín de comentarios que el hecho suscitó en las redes sociales, parecían competir con la profusión de sandeces que incontables usuarios tuvieron a bien soltar, fruto de sus juicios instantáneos, pero también de la ignorancia y la maldad a cuya propagación sirven también estos medios: imbéciles sentenciando que se lo merecían, o justificando que los muchachos se hubieran metido «con quien no debían». Claro: a esto ayudaron también la pésima actuación de las autoridades y sus erráticos modos de informar, que indujeron a identificar a las víctimas como criminales. Pero el hecho es que el griterío justiciero y cruel de quienes escupen su odio y su embrutecimiento al ponerse a dar su opinión del caso dice mucho acerca de la desasosegante imposiblidad de entendimiento que prevalece en esta sociedad y que ahí está mostrándose.

De mucha menor importancia, pero también significativa, fue la confrontación que el director del Sistema Jalisciense de Radio y Televisión sostuvo, la semana pasada, con varios tuiteros, a raíz de que colocó unas calcomanías espantosas en el edificio que ocupa ese organismo. A muchos no nos pareció, y lo dijimos, pero el funcionario reaccionó con una socarronería injustificable y muy poco institucional que luego algunos tomaron por agresividad. ¿Qué necesidad había? Y es que lo primero que brota al meterse en esos tumultos son las ganas de pleito, de escándalo, como se vio, también, cuando la presidente de Argentina se puso a tuitear desaforada para reunir a su pandilla («Rafa», «Pepe», «Ollanta») a fin de resarcir al presidente de Bolivia, varado en un aeropuerto al que no iba.

Así como al ir en coche somos buenos para pitar, manotear y echarle malo a todo mundo —cosa que no hacemos al ir a pie, o no tan fácilmente—, nuestro comportamiento en las redes sociales en buena medida está determinado por la irresponsabilidad derivada de ir tan rápido, sin querer detenernos ni que nada se nos atraviese. Y porque todo se queda pronto atrás.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de julio de 2013.

 

 

Rayuela

comentarios (0)

Está cumpliéndose medio siglo de la aparición de Rayuela, la célebre novela de Julio Cortázar. Es de esperarse que de aquí a 2014, cuando se festeje el centenario del autor y se conmemoren los treinta años de su muerte, estemos encontrándonoslo continuamente en toda suerte de recordaciones, homenajes, relecturas y reediciones —en concreto, está lanzándose ahora mismo una edición conmemorativa de esta novela, aderezada por un apéndice donde Cortázar cuenta cómo la escribió y por un mapa del París que se recorre a través de ella, y dentro de unos meses aparecerá el volumen Clases de literatura, con las lecciones que el escritor dio en Berkeley en 1980. Lo cierto es que las efemérides no hacen falta para garantizar la perdurabilidad de la presencia de Cortázar entre sus lectores de siempre ni su descubrimiento por parte de los nuevos lectores: su obra, y en particular esta novela, es afín a la de otros autores que, por las posibilidades inauditas que revelan, tienen cierto carácter iniciático por el cual se refrendan incesantemente en la atención de las nuevas generaciones (Herman Hesse, se me ocurre, o Edgar Allan Poe, a quien el argentino veneraba; o, más cerca de estos tiempos, David Foster Wallace o Roberto Bolaño… aunque en este caso yo encuentro mucho más de ingenuidad y de malentendidos: ya en cincuenta años se podrá ver).
Creo que debí leer Rayuela en la prepa porque me habrá parecido inevitable: en los comienzos de la vida de un lector, por lo general, queda aún lejos el principio de suspicacia por el que más tarde se puede llegar a eludir sistemáticamente (o a considerarlo con reservas) cuanto viene anunciado por su propia fama. Retengo, sí, la figuración borrosa de mi acceso a una forma de narrar inesperada, distanciada de las más convencionales —y todavía escasas— que había conocido, y ya por eso atractiva, aunque no pueda decir que fascinante: quizás tanto París y tanto amor desventurado y tanto jazz y tanta gente de conductas disparatadas y arrebatos y escepticismos y tanto fervor artístico, por alguna razón, no llegaron a convertirme en un partidario irrestricto (como creo que ocurre con muchos lectores de Cortázar, que se vuelven devotos por motivos predominantemente sentimentales). Luego di con los cuentos, y Bestiario sí se me volvió indispensable, lo mismo que Final del juego —mucho más tarde, por fin, llegué a la que para mí es la sección más rica de la obra cortazariana, la de los libros misceláneos en los que predomina el ensayo: los dos volúmenes de Último round y La vuelta al día en ochenta mundos.
¿Rayuela necesariamente tiene que ser una lectura de juventud, y, al haber dejado ésta atrás, uno se ha perdido irremisiblemente de un acontecimiento decisivo de proponerse releerla? Confío en que no sea así; también confío en que la memoria desfigura la experiencia, para mal o para bien, y por ello seguramente valdrá la pena aprovechar esta ocasión de relectura —ahora que ya no es inevitable.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 27 de junio de 2013.